El maestro Smith reposaba en su cómoda
silla de cuero, sosteniendo una copa de vino blanco. Era sábado en la tarde, el
día en que podía darse el gusto de disfrutar del silencio en su espacio
preferido: el estudio.
De entre tantos libros que tenía a su
disposición, siempre volvía a leer su preferido: "La rosa solitaria".
No se cansaba de encontrar algo nuevo, como si leyera sus propios pensamientos.
Tal vez el hecho de que fue escrito por un joven de unos veinticinco años influía,
pero la belleza en las letras, la forma en la que poco a poco el personaje
maduraba, lo hacía sentir el protagonista de aquella novela. A la segunda copa
de vino se detenía en uno de los párrafos de mayor impacto. Decía: "...
ella no sabía que la amaba, pero tampoco quería que lo supiera. Mi ignorancia
podía estropear su pasión por las flores, su vasto conocimiento, ese que nadie
ponía en valor. Porque ella era una rosa, crecida entre las grietas del
cemento, pisoteada muy seguido por seres insensibles. Y yo no quería ser uno de
ellos". Al terminar de leer, tomaba un último trago y cerraba el libro de
golpe. No podía evitar recordarla, la imagen de la hermosa y tímida Rosa
siempre inundaba su mente. Se levantó en silencio, y con lentitud se asomó por
la ventana. Un cuadro perfecto, pintado con el mejor pincel se mostraba ante
sus ojos. Un cielo azul acompañado de pequeñas nubes blancas, montañas verdes y
saludables, el pequeño camino de tierra, las humildes casas de los vecinos.
Pero la mayor pieza de admiración era ella: Rosa, la mujer a la que nunca se
atrevió a decirle lo que sentía. Desde la altura de la ventana, el maestro la
observaba mientras ella, con dulzura y sutileza, cuidaba las flores de su
jardín. Veía cómo movía sus manos, y le pareció escucharla cantar. Cerró sus
ojos, queriendo capturar para siempre aquella imagen.
El sonido de una máquina lo trajo de
vuelta. La enfermera cerró el libro y se dispuso a levantarse. Pero el señor
Smith le sostuvo el brazo, gastando la poca energía que le quedaba. La miró
suplicante.
- Pensé que se había quedado dormido, señor
Smith.
Él volvió a mirarla con suplica.
- No, sabe que es hora de la terapia y el
doctor llegará pronto.
Él bajó la vista y no dijo nada. Al
instante el doctor hizo presencia, sosteniendo un gran expediente. Se acercó a
la enfermera y procuró no hablar muy alto.
- Rosa, ¿le volviste a leer su libro? Sabes
que ya no recuerda que fue escritor.
Ella lo miró con incredulidad y pena.
- Sí, pero él tiene derecho a recordar lo
que una vez sintió.
Y echándole una última mirada, Rosa salió
de la habitación, sosteniendo el libro del gran maestro Smith en su pecho.
AuraLuna
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