Hoy les traigo un tremendo ensayo, que toda
mujer (y hombre) debería leer y recordar. Viene creada de la maravillosa pluma
argentina de Luisa Valenzuela, y nos recrea en una atmósfera de reflexión y
levantamiento contra la opresión que se lleva arrastrando desde hace mucho
tiempo: el estigma de las malas palabras dichas por la mujer. Este ensayo forma
parte de una Antología: El placer de leer y escribir, un "debo tener"
en nuestra estantería de libros.
La
mala palabra
Las niñas buenas
no pueden decir esas cosas; las señoras elegantes, tampoco, ni las otras. No
pueden decir ni esas cosas ni las otras, negativo revelador y revelado. Tampoco
las otras mujeres, las no tan señoras, pueden proferir aquellas palabras
catalogadas de malas. Las grandes, las gordas: las palabrotas. Esas tan
sabrosas al paladar, que llenan la boca. Palabrotas. Las que nos descargan de
todo el horror contenido en un cerebro a punto ya de reventar. Hay palabras catárticas,
momentos de decir que deberían ser inalienable y nos fueron alienados desde
siempre.
Durante la
infancia, las madres o padres –por que echarle la culpa siempre a las mujeres –
nos lavaron a muchas de nosotras la boca con agua y jabón cuando decíamos alguna
de esas llamadas palabrotas, las “malas” palabras. Cuando proferíamos nuestra
verdad. Después vinieron tiempos mejores, pero esas interjecciones y esos
apelativos nada cariñosos quedaron para siempre disueltos en la detergente burbuja
del jabón que limpia hasta las manchas de familia. Limpiar, purificar la
palabra, la mejor forma de sujeción posible. Ya lo sabía en la Edad Media, y así se siguió practicando en las
zonas más oscuras de Bretaña, en Francia, hasta hace pocos años. A las brujas –y
somos todas brujas hoy –se les lava la boca con sal roja para purificarlas. Canjeando
un orificio por otro, como diría Margo Glantz, la boca era y sigue siendo el
hueco más amenazador del cuerpo femenino; puede eventualmente decir lo que no
debe ser dicho, revelar el oscuro deseo, desencadenar las diferencias
amenazadoras que subvierten el cómodo esquema del discurso falocéntrico, el muy
paternalista.
Y del dicho al
hecho, de la palabra hablada a la palabra escrita: un solo paso. Que requiere,
toda la valentía de la que disponemos, porque pareciera tan simple y no lo es, la
escritura franqueará los abismos y, por tanto, hay que tener conciencia inicial
del peligro, del abismo. Olvidarse de las bocas lavadas, dejar que las bocas
sangren hasta acceder a ese territorio donde todo puede y debe ser dicho. Con la
conciencia de que hay tanto por explorar, tanta barrera por romper, todavía.
Es una lenta e incansable tarea de
apropiamiento, de transformación. De ese lenguaje hecho de “malas” palabras que
nos fue vedado durante siglos y del otro lenguaje, el cotidiano, que estábamos obligadas
a manejar con sumo cuidado, con respeto y fascinación porque de alguna manera
no nos pertenecía. Ahora estamos rompiendo y reconstruyendo, es una ardua
tarea. Ensuciando esas bocas lavadas, adueñándonos del castigo, sin permitirnos
en absoluto la autolástima.
Entre nosotras el llanto está
prohibido. Otras manifestaciones emotivas, otras emociones, no; pero si el
llanto, prohibido. Al celo, por ejemplo, podemos darle libre curso y
alegrarnos. A los celos, en cambio, debemos mantenerlos bajo estricto control, podrían
degenerar en llanto.
¿Por qué tanto miedo a las lágrimas?
Porque las máscaras que usamos son de sal. Una sal roja, ardiente, que nos
envuelven hieráticas y bellas, pero nos devoran la piel.
Bajo las rojas mascaras
tenemos el rostro en carne viva y las lágrimas bien podrían disolver la sal y
dejar al descubierto nuestras llagas. La peor penitencia.
Nos cubrimos con sal y la
sal nos carcome y a la vez nos protege. Roja sal la más bella, la más voraz de
todas. En tiempos idos nos restregaban la boca con la sal roja, queriendo
lavarnos de impudencias. Brujas!, gritaban ellos cuando algo perturbaba el
tranquilizante orden por ellos instaurado. Y nos fregaban la cara contra la
roja sal de la ignominia y quedábamos anatemizadas para siempre. ¡Brujas! Nos
acusaban, acusaban, hasta que supimos apropiarnos de esa sal y nos hicimos las máscaras
tan bellas. Iridiscentes, color carne, translucidas de promesa.
Ahora ellos, si quieren
besarnos –y todavía a veces quieren –deben besar la sal y quemarse a su vez los
labios. Nosotras sabemos responder a los besos y no tenemos inconveniente de
quemarnos con ellos desde el reverso de la máscara. Ellos/nosotras, nosotras/ellos.
La sal ahora nos une, nos una la llaga y solo el llanto podría separarnos.
Con máscaras de sal nos
acoplamos y a veces los sedientos vienen a lamernos. Es un placer perverso:
ellos quedan con más sed que nunca y a nosotras nos duele y nos aterra la disolución
de la máscara. Ellos lamen más y más, ellos gimen de desesperación, nosotras de
dolor y miedo. ¿Qué será de nosotras cuando afloren nuestros rostros ardidos? ¿Quién
nos querrá sin mascara, quien en carne viva?
Ellos no. Ellos nos odiaran
por eso, por habernos lamido, por habernos expuesto. Por habernos ellos lamido,
por habernos ellos expuestos, ellos. Y nosotras ni siquiera derramar una lágrima,
sin permitirnos nuestro gesto más íntimo: la autodisolución de nuestra propia
mascara gracias al prohibido llanto que abre surcos para empezar de nuevo.
Nuestra mascara es
ahora el texto, el mismo que nosotras mismas, las mujeres, las dueñas de la
textualidad y la textura, podemos –si queremos– disolver, y si no, no. Reconstruirlo,
modificarlo, haciendo propias aquellas palabras que para otras eran malas –malas
en nuestras bocas, claro está– y con
aquello con que se nos estigmatizaba armarnos como siempre las corazas. Entre dos
tapas. Espejarnos en el libro, en el texto, la otra cara del cuerpo femenino,
aunque no tenga nada de aparentemente femenino, aunque despierte el dudoso
cumplido que todas probablemente hemos escuchado alguna vez.
“¡Pero qué
excelente novela (o cuento, o poema); parece escrito por un hombre!”
En un tiempo, quizá
llegamos a sentirnos halagadas por tamaño despropósito. Ahora sabemos. Parece,
pero no es. Porque lo que más hemos aprendido últimamente es a leer, a leer y a
descifrar según nuestras propias claves.
Hace tanto, ya,
que venimos lentamente escribiendo, cada vez con más furia, con más
autorreconocimiento. Mujeres en la dura tarea de construir con un material
signado por el otro. Construido no partiendo de la nada, que sería más fácil,
sino transgrediendo las barreras de censura, rompiendo los cánones en busca de
esa voz propia contra la cual nada pueden ni el jabón ni la sal gema, ni el
miedo a la castración, ni el llanto.
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